sábado, 30 de julio de 2011

El botón del pánico




Cuando era pequeña, recuerdo el furor que causó la película de La historia interminable. Corría el año 1986, y en el colegio, cada lunes aparecía un niño nuevo que había pasado a sumarse al club de los que ya habían visto la película. La echaban en el cine Imperial de la Gran Vía de Madrid, y debí  de insistir tanto que mi padre me dejó entrar al cine con la película casi acabada y volver a verla de nuevo (la daban en sesión continua).

Conservo un recuerdo muy nítido del primer fotograma que vi: Bastian agarrado al pelaje de Fujur mientras un paisaje desértico (probablemente Almería) corría bajo sus pies.

Salí del cine fipada, obsesionada con aquel derroche de fantasía, y más alucinada me quedé cuando descubrí que todo aquello lo habían sacado de un libro. Yo aún tenía seis años y era demasiado pequeña para leerlo, pero insistí  a los Reyes unas cuantas navidades sin éxito. En cambio, no podían negarse a comprarme la banda sonora de la película, algo que sin duda podía disfrutarse a cualquier edad.

Recuerdo que fui al rastro un domingo y mi padre se paró frente al puesto de las cintas y me compró la banda sonora. No era original, sino una copia grabada, pero qué importaba. Daba igual que aquella cinta negra (sí amigos, era la primera vez que yo veía una cinta virgen negra en mi vida) no tuviera impresas la letras originales. Daba lo mismo que la portada de la carátula fuera una fotocopia roñosa. Yo disfrutaba poniendo la cinta una y otra vez en mi cassette mientras imaginaba las diferentes escenas de la película.

Me pasaba algo curioso, y es que no sé por qué azar mental, yo creía firmemente que los instrumentos estaban tocados por los protagonistas de la historia. Me imaginaba a Bastian a la batería, a Atreyu (mi héroe) con la guitarra y a la Emperatriz Infantil con los teclados al más puro estilo Limalh. Y lo pasaba de fábula.

Pero como en todos los grandes momentos, siempre hay un punto negro en la historia. El nudo argumental que nos hace despertar a la mierda que luego será la vida, y todo ocurrió en la cocina de mi abuelo, una mañana de sábado.
Mi prima Lali y su tío habían venido también de visita. Y cuando me refiero al tío de mi prima Lali me refiero a un niño un par de años mayor que nosotras (la familia de mi tía política era de esas repletas de hermanos al más puro estilo tribu de los Brady). Recuerdo haber puesto la cinta de La historia Interminable (de la que no me separaba ni un momento) en el cassette-grabadora de mi abuelo. Aquel en el que él escuchaba las cintas de Arévalo y de los hermanos de Gines. Estábamos escuchando una canción lentita de la banda sonora, justo el momento musical que corresponde a cuando Atreyu conoce a Fujur. Pero el cabrón del tío de mi prima decidió que aquella canción era un rollo patatero y que quería escuchar la única en la que cantaban, así que se abalanzó sobre el cassette. Vi sus dedos negruzcos ir directos hacia la botonera. Es como de esas cosas que sabes que van a ocurrir y que no te da tiempo a impedir, pero que sabes que sucederán. Y el maldito niño consiguió hacerlo: pulsó el botón del REC en mitad de la reproducción. Un botón ROJO como la sangre, el botón que no tocan ni los lerdos, el botón que QUEMA, pero que su cerebro de mosquito no supo o no quiso interpretar.

Sabía que estaba metiendo la pata, y fui tras él con mis piernecitas de seis años para intentar corregir el desastre, pero aún no había ocurrido lo peor. Mi primer impulso fue gritar para advertirle. Pero cuando las palabras acababan de salir de mi boca, me di cuenta de mi gran error. “¡Es para grabar!”, acababa de exclamar. Y en efecto, era demasiado tarde. El mal estaba hecho. Acababa de ver el pasado inmediato casi en cámara lenta, como si hubiera estado a punto de corregirlo por décimas de segundo.

Llegué hasta el cassette, y cuando le di al STOP, retrocedí la cinta y volví a reproducir la parte de canción que aquel idiota había manipulado fui consciente del desastre. La canción sonaba como si tal cosa, pero de pronto los flautines de sintetizador paraban de repente y daban paso a mi voz chillona: “¡Es para grabar!”. Y después, como si nada hubiera ocurrido, la música continuaba su trayecto con Fujur y Atreyu guiñándose un ojo.

No imagináis qué desazón más grande. Mi tesoro ya no era tan puro como yo lo había adquirido. Me sentía igual que cuando mi prima Isa le saltó un ojo a mi Nancy nueva y mis padres no me compraron otra para reemplazarla (aunque como diría Michael Ende, eso es otra historia).

Odiaba poner la cara B de la cinta y esperar con angustia, el momento de la canción mutilada. Me agarraba la falda esperando que por una mágica casualidad los acordes que faltaban hubieran resurgido de sus cenizas. Pero no hubo nada que hacer. Ojalá hubiera sabido en aquella época que las cintas tienen lengüetas, y que aunque las quites no importa, porque siempre habrá celofán para hacer con ellas lo que quieras.

A pesar de que seguía escuchándola saltándome esa canción para no sentirme mal, y que la conservaba con el mismo cariño con el que se cuida a una mascota coja, la cinta acabó perdiéndose entre las numerosas mudanzas. Crecí, y otras películas y otros libros ocuparon su espacio en mi imaginación. Pero me resultó curioso que cuando mi hermana cumplió seis años y descubrió por sí misma la película de La historia interminable, mi padre volvió a comprar la cinta, esta vez original, y de repente sentí que aquella versión 2.0 no era lo mismo. La carátula esta vez era en color y de imprenta, pero aquel producto impoluto no llevaba impresa mi voz. Mi voz de seis años advirtiendo del desastre. La busqué después entre decenas de trastos y cajones, pero no quedó ni rastro de aquella cinta. ¿No os gustaría tener una máquina mágica que resolviera cualquier duda que le planteárais? Una de las primeras preguntas que le haría sería que me dijera donde diablos fue a parar aquella cinta. O a qué vertedero. Iría sin dudarlo a rescatarla. Aunque tuviera que robar un coche o buscarme un dragón de la suerte. Me gustaría saber que existe más allá de mi memoria.

lunes, 18 de julio de 2011

Verano



Si por el mes de enero cerramos los ojos y pensamos en la palabra verano, seguro que nos viene a la mente la playa, la piscina, la siesta y los helados Magnum almendrados (los mejores del panel de Frigo, aquí sea dicho). Todo serán impulsos agradables que llegarán a tu mente como dedos suaves masajeando tu rostro. Y ante tal anhelo de experiencias agradables y de temperatura calentita, seguro que tu cabeza no repara en los mosquitos, la arena de la playa dentro del coche y las quemaduras de tercer grado por culpa de olvidarte la crema (como pasa todos los años). Pero de lo que estoy convencida, si por algo pondría yo la mano en el fuego, es por que a nadie se le viene a la cabeza que la temporada veraniega es igual a marrones de vacaciones.

En verano todo el mundo hace fu como el gato. Y es la excusa perfecta para asumir que los sitios están cerrados, los horarios reducidos y que aún te quedan dos meses de buen cabreo si quieres que tu vida vuelva a funcionar de manera engrasada. Nadie piensa que con la época de estío le toca cargar con el curro de los compañeros que ya se han ido de vacaciones y que tu jornada laboral, más que intensiva será intensa.

Esa es la parte mala. A cambio de quince días sin oficina condicionando tu felicidad a un maldito vuelo de low cost, te entregas como una suicida y asumes tu responsabilidad y la de los tres que tienes alrededor (que ya están de vacaciones) por el mismo sueldo. Te ves a ti misma sentada en la silla de oficina convenciéndote de que no te queda otra, ya que si te niegas  a tu destino te quedas sin sueldo, sin casa, sin coche y lo que es peor: sin playa, sin piscina, sin mosquitos y sin el Magnum almendrado. Así que te consuelas con el pensamiento hipócrita de que estos tiempos que te ha tocado vivir no son propios de revolverse contra la mano que te da de comer. Y con ese sentimiento de culpa te lamentas de lo patética que resultas para ti y los de tu especie.

Para consolarte abres la página de Gente y TV de El país y te das la última hostia en la frente. El titular reza: “Famosos en tiempo de descanso: Deportistas, modelos, cantantes, actores, toreros, príncipes... Todas las imágenes de sus vacaciones”.

Estúpida. Quién te mandaría a ti abrir El país…