lunes, 13 de septiembre de 2010

Frapuccino de cinco euros



Este ha sido un verano largo. Los que nos ganamos el pan con otro oficio además del de la escritura, solemos esperar esta época del año como ovejitas expectantes. Las vacaciones representan la ocasión ideal para dar rienda suelta a nuestros más laboriosos placeres. Véase: leer el tochaco que espera en la estantería desde febrero, organizar de una vez las cartas, facturas, y demás papelajos del escritorio o deleitarnos con un relajante café viendo cómo el resto del mundo se atropella por Madrid.

No suelo ser muy de cafeterías. Más por falta de tiempo que de intención. Pero lo cierto es que cuando uno adquiere la rutina del bar, hay rasgos de su carácter que pueden intuirse dependiendo del local al que acuda con frecuencia. Y este verano yo me he decantado por el Starbucks.

Sé lo que la mayoría puede estar pensando. El Starbucks es ese sitio pijo en el que un café que apenas cuesta veinte céntimos multiplica su valor por doscientos en cuanto es servido. Starbucks es esa cafetería rollo Friends en la que a la gente le gusta sentarse pensando que se encuentra en el Village de Nueva York. Es un lugar que ya no está tan de moda, pero al que muchos modernetes les encanta acudir con el modelo más canijo de ordenador que haya salido al mercado. Y si es blanco y con manzana, mejor que mejor.

Sí, amigos. Yo también he sido seducida este verano por el poder del Frapuccino de caramelo. Casi 5 euros. Una salvajada. Pero a quién demonios le importa en lo que gasto yo mi dinero. No bebo, ni fumo ni digo palabrotas. Pero eso sí, cuando me tocan mi diccionario de la RAE me subo por las paredes.

Me refiero al detalle de la foto.



Era una de esas tardes en las que esperaba buscar consuelo en el café más caro del mercado. Me metí en el local, elegí mi bebida y esperé a que el chico batiera los mejunjes con mi ticket en la mano. Tardan apenas dos minutos en prepararlo, pero para ti, que ya estás salivando, como incorporación nueva a la secta que eres, se te hacen interminables. Así que en ese momento de espera, miro al frente y observo la burrada que el jefe de marketing de Starbucks ha colocado ante mí.

¿“Barista”? ¿A quién narices se refiere? ¿A ese chico víctima de la explotación laboral que mezcla los potingues en una jarra? A pesar de que la ira corroe mis entrañas, incapaz de tragar el batido que me ha costado un riñón, intento darles una oportunidad. Acudo al diccionario para hacer la consulta, no sea que a mí el palabro se me haya escapado sin darme cuenta. Pero no. La entrada "barista" no aparece ni por asomo.

Así que me indigno por el dineral que me he gastado en una empresa que no sabe ni manejar correctamente mi idioma. O tal vez, es que ninguno de los términos de una lengua tan rica como el castellano responde a sus intenciones.

Me imagino al tipo de marketing cavilando:

— No, no. "Camarero" no. Eso es para bares de viejos. Nuestra empresa es para gente guay.

— ¿Y "dependiente"? —dice la becaria de marketing.

— ¿Te crees que esto es una droguería?

— Pues entonces "barman".

— ¿"Barman"? Esos son los de los garitos de copas.

— Bueno, pues inventémonos una palabra nueva. Vamos a juntar "bar" y "artista", que queda como más bohemio.

Resultado: Barista. Ole tus narices.

Recordadme que el próximo verano me pase a la cerveza. Que es mucho más barata y que cualquiera; ya sea camarero, barman o incluso barista, es capaz de preparar.